La Cuaresma, bien lo sabemos, es un camino de penitencia y purificación hacia la Pascua. Siempre con luz en el horizonte. Pero no cabe duda de que, desde los antiguos profetas hasta el Bautista, y lo mismo Jesús y sus apóstoles, todos practicaron y recomendaron el ayuno como camino de conversión y purificación, o de ofrenda a Dios sin más, el caso de Jesús. El daba por descontado que los judíos de su tiempo practicaban el ayuno, al decirles que, cuando lo hicieran, no se pusieran caritristes como los fariseos, sino que se acicalaran y perfumaran (Mt. 5,17). Cierto que sus discípulos ayunaban menos que los de Juan Bautista (Lc. 5,32), porque lo que más le iba a Jesús no era tanto la materialidad de comer poco, cuanto otras renuncias más profundas y valiosas a las que se referían también los profetas: ” Sabéis qué ayuno quiero yo? Romper las ataduras de la iniquidad etc…” (Is. 58, 6-14).
Ayunar, para los israelitas, era un modo de prepararse a los acontecimientos santos, o de propiciarse el favor de Dios, cuando el creyente humilde o el pueblo como tal se sentían, por sus pecados, indignos de Él. El caso más señalado es el de Nínive, ciudad prevaricadora, cuyos habitantes, al conjuro del profeta Jonás, desde el rey hasta los animales, practicaron un ayuno integral arrepintiéndose de sus pecados, logrando así que Dios también se arrepintiera de su propósito de exterminarlos (Cf. Jon. 3).
Sin meternos en demasiadas honduras, puede decirse que el ayuno bíblico, sobre todo en el Antiguo Testamento, no revestía el carácter de práctica ordinaria para educar la voluntad y santificarse diariamente. Sí, en cambio, en la Historia de la Iglesia, donde los monjes y las órdenes mendicantes lo practicaban como mortificación de los sentidos y reparación por los pecados propios y ajenos, como imitación y comunión con la pasión redentora de Jesucristo. En esta clave están pensadas todas las prácticas penitenciales, incluidos los cilicios y disciplinas establecidos en las Reglas tradicionales de las Órdenes religiosas.
El recuerdo de algunos excesos y, de las procesiones de disciplinantes, en la Edad Media, junto con algunas corrientes de la sicología y de la antropología modernas, han reducido notablemente también en la Iglesia este tipo de penitencias corporales, sin que eso signifique que han perdido totalmente su sentido, ni un menosprecio hacia los que todavía las practican. Siguen conmoviéndonos y edificándonos los que peregrinan a Santiago, a Guadalupe o a otros santuarios, ya sea con los pies descalzos, ya hinchados y sangrantes bajo las sandalias, tras recorridos extenuantes. Valga lo mismo para los anónimos penitentes encapuchados que forman filas silenciosas, con una cruz a cuestas, en las procesiones de Semana Santa, tras de los Cristos y las Dolorosas.
No es éste un tema sencillo, de los que se despachan de un plumazo. Después de la Pasión dolorosa de Cristo, de todas sus palabras y ejemplos sobre el misterio de la Cruz; después de una tradición de veinte siglos de espíritu y práctica penitencial en la Iglesia, sería frívolo pasarse con armas y bagajes a las huestes de la posmodernidad, dando por definitivo que el sufrimiento físico o moral carece de sentido y sumándonos alegres a la cultura, no del bien-ser, sino del bien-estar. No ignoro que la sicología, la antropología, y mucho más una teología más positiva de lo humano, tengan alguna palabra que decir en esta materia.
De hecho, el ayuno obligatorio en la Iglesia ha quedado hoy reducido a dos días al año, el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo. La abstinencia de carne no es ni sombra de lo que era y es sustituible por una obra buena todos los viernes no cuaresmales. Creo, no obstante, que se mantienen por dos motivos, a mi juicio muy justificados, ambos con carácter de signo: su sintonía con la gran tradición de la Iglesia y su denuncia simbólica de que no sólo de pan vive el hombre. Bien; y con esto queda abolida, arrumbada incluso, la dimensión penitencial de la vida cristiana? Contesto, en sentido contestatario, que absolutamente no. Pienso más bien, que se nos dispensa de eso porque se nos exige mucho más.
Ante todo, la Iglesia de hoy, con el profeta Joel y con Jesús, nos exige que rasguemos nuestros corazones en lugar de nuestros vestidos; que ayunemos de nuestras malas obras, en lugar de hacerlo de un pan que nos sobra y, para más inri, que nos engorda. El ayuno no ha desaparecido del mundo. Lo que pasa es que se manifiesta con una de estas tres fórmulas, tan actuales como inquietantes y extendidas: Una, el atroz ayuno involuntario de una cuarta parte de la humanidad en la llamada geografía del hambre; dos, el ayuno dietético de las y los que no quieren ganar peso, incluso hasta la anorexia; y tres, las llamadas huelgas de hambre, con carácter de contestación y presión, ante acciones u omisiones públicas que los abstinentes quieren modificar. Cada uno de estos tres ayunos nos interpela a su manera: el hambre en el mundo para sacudir nuestra conciencia de estómagos satisfechos; las dietas de adelgazamiento, en lo que tienen de legítimo y en lo que encubren de obsesivo y egocéntrico; las huelgas de hambre, con sus motivaciones casi siempre altruistas y sus excesos de autocastigo.
“La llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no tiene por primer objetivo las obras exteriores, “el cilicio y la ceniza”, los ayunos y las mortificaciones, sino la conversión del corazón y la penitencia interior” recuerda el Catecismo (nº 1430).
“No son las penitencias visibles las más importantes, sino las penitencias que vienen del fondo del corazón”, subraya la hermana Philippine, religiosa de la familia misionera de Nuestra Señora y responsable del hogar del Grand Fougeray (cerca de Rennes).
Por otro lado, insiste, “la penitencia, para un cristiano, no tiene, normalmente, nada de extraordinario, menos todavía de extravagante. Tampoco es insuperable. Consiste en vivir humildemente las vicisitudes de esta vida aceptando lo que puede comportar de penas, pequeñas o grandes”.
Muy a menudo, la penitencia se nos presenta sin que la tengamos que buscar: “Un cónyuge que nos irrita, unos niños que nos cansan, un plato demasiado hecho, una avería doméstica, una migraña, un embotellamiento que ralentiza nuestro viaje, etc. son otras tantas ocasiones de conversión”, recuerda el abad Marc Vaillot, autor de Amar es…Pequeño libro del amor verdadero.
Y precisa: “La teología clásica enseña que el acto principal, el más difícil, de la virtud de fuerza de voluntad es la de resistir a lo que nos cae encima más que de emprender arduos esfuerzos”. La paciencia es pues un esfuerzo esencial, invisible, pero concreto.
Si la Escritura y los Padres de la Iglesia insisten sobre todo en las tres formas de penitencia que son el ayuno, la oración y la limosna, es para “experimentar la conversión en relación con Dios y en relación con los otros”, recuerda el Catecismo de la Iglesia católica (nº 1434).
Y esto puede traducirse en esfuerzos en los que no habríamos pensado espontáneamente. Para el abad Marc Vaillot, “el ayuno concierne también la inteligencia y la voluntad, no solamente el estómago: claro que podemos tomar un terrón de azúcar en vez de dos, una o dos onzas de chocolate en vez de cuatro; pero el ayuno también puede ser abstenerse de ser insolente con los padres, de encolerizarse sin razón, etc.”.
Igual que con la oración: “En Cuaresma, podemos decir tres Avemarías más que de ordinario, pero podemos ir más lejos y vivir esta penitencia recogiéndonos mejor en la misa, enviando flechas de amor a Dios mientras caminamos por la calle (oraciones jaculatorias), no olvidándonos de decir una oración antes de acostarnos,…”. La oración no se limita a algunos momentos exclusivos, sino a cada instante de la jornada.
¿Y la limosna? ¿No es inmediata su realidad? “Hacer limosna, responde nuestro interlocutor, es también hacer una sonrisa a una persona que no es forzosamente nuestro mejor amigo, es intercambiar dos minutos con un sin techo cuando no tenemos dos euros en el bolsillo, es desear un cumpleaños feliz a tu suegra… Ya que la limosna es la donación constante de sí mismo y no solamente el óbolo de algún dinero”.
A pesar de la dulzura maternal de la Iglesia y la sabiduría de sus pastores, la penitencia sirve, a pesar de todo, a menudo de espantajo. Tiene en cualquier caso mala prensa. “¡Es un acto de amor, no una película de terror!”, advierte el abad Armel d’Harcourt.
“No hay que considerarla como una carga, sino como la respuesta libre al amor de Jesús que se ofreció en la cruz por nosotros”, afirma.
Y añade: “La penitencia no es un castigo de Dios: tiene un aspecto alegre, de amor filial por el cual sabemos que, a pesar de todo su poder, Dios nos permite participar en la salvación”.
La penitencia procede, pues, del esfuerzo amoroso e invita a volver al Padre de todo corazón. “El objetivo –advierte el padre Matthieu Rouillé d’Orfeuil- es la caridad: amar mejor a Dios y al prójimo”.
Es pues en función de este único objetivo, más que en una ascesis individualista efectiva, que hay que elegir las penitencias a practicar. “Cuanto más amor tenemos por Dios, más nos implicamos de corazón a convertirnos y a hacer obras de penitencia”, subraya la Hermana Philippine.
“El esfuerzo penitencial debe, por tanto, antes que nada, ser preparado y ser llevado en la oración, aconseja el padre Rouillé d’Orfeuil.
Aceptaré así recibir, en la muerte y la resurrección de Jesús, el progreso espiritual que necesito y que pido. Con un poco de buena voluntad, aceptaré dejarme transformar por Cristo, de la manera que Él querrá hacer realidad la oración que Él me inspira”. ¿Un poco de buena voluntad? Todo parece dicho…